Hoy he meditado en el capítulo 19 de 1ra. Samuel. Esta es una de las muchas historias en que Saúl decide perseguir para matar a David. Hay muchos elementos que llaman mi atención. El texto de 1ra. Samuel dice: “Entonces Saúl envió mensajeros para que trajeran a David, los cuales vieron una compañía de profetas que profetizaban, y a Samuel que estaba allí y los presidía. Y vino el Espíritu de Dios sobre los mensajeros de Saúl, y ellos también profetizaron” (1ra. Samuel 19:20) Esta es una de las tantas escenas extrañas con las cuales nos encontramos en las Escrituras. Es extraña porque no llegamos a captar la verdadera dimensión de los acontecimientos que nos describe.
De todos modos, vale la pena una pequeña reflexión sobre los eventos que nos describe el pasaje. El odio de Saúl hacia David ya había llegado a proporciones realmente fuera de control. Al menos en dos ocasiones había intentado clavarlo contra la pared con su lanza. Había dado órdenes claras a sus hombres de que apresaran al joven pastor de Belén, pero David siempre escapaba de ellos antes de que pudieran hacerlo. En esta ocasión, se le dio aviso a Saúl del lugar donde se encontraba David, e inmediatamente despachó mensajeros para que lo trajeran de vuelta. Más el Espíritu de Dios vino sobre ellos, y comenzaron a profetizar junto a los demás profetas reunidos con Samuel. Esta escena se repitió tres veces y en cada una de ellas los mensajeros fueron arrebatados por el Espíritu de Dios.
Al final Saúl decidió ir en persona para buscar a David. Seguramente que a esta altura de las cosas el rey dominaba con dificultad la furia que le despertaba la aparente “ineptitud” de sus hombres. Cuando el rey llegó al lugar donde estaba David, junto al profeta Samuel y otros profetas, vino también sobre él el Espíritu de Dios y anduvo profetizando durante todo un día y una noche. No pudo hacer absolutamente nada para evitar la situación, ni tampoco para llevar adelante sus malvados planes para con la vida del joven israelita que tantos celos despertaba en su interior.
Me atrevo a hacer dos sencillas observaciones en cuanto a lo sucedido. En primer lugar, debemos notar que cada uno de los mensajeros, y el mismo rey, comenzaron a profetizar, pero esto no los convirtió en profetas. Esta observación es importante, porque hay en nosotros una marcada tendencia a confundir las obras con la persona. Creemos que cualquiera que hace las obras cuenta con el consentimiento de Dios sobre su persona. Más Dios puede usar al que quiera, inclusive a un asno si fuere necesario. ¡El que lo haga de esta manera no convierte al asno en un consagrado siervo del Señor! Ser un líder u obrero en la causa de Dios demanda mucho más que la habilidad de hacer cosas buenas para el Señor.
En segundo lugar, puedo observar que ningún plan del hombre prospera si Dios no lo autoriza, aun los planes de maldad. Muchas veces creemos que el enemigo anda suelto haciendo todo lo que se le viene a la mano, y nosotros no tenemos cómo defendernos contra él. Esta historia nos revela claramente que el enemigo avanza solamente hasta donde se le permite y ni un paso más. La autoridad de Dios se extiende aun sobre la vida de aquel que trama el mal día y noche. El que hagamos cosas buenas no nos convierte en profetas ni en santos. Me preocupa mucho que hagamos del hombre un dios de nuestra adoración y pongamos al Soberano de todas las cosas por debajo de ellos. Dios no pude ser burlado pues como dice la Escritura: “El convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana. Como si nunca hubieran sido plantados, como si nunca hubieran sido sembrados, como si nunca su tronco hubiera tenido raíz en la tierra; tan pronto como sopla en ellos se secan, y el torbellino los lleva como hojarasca”. (Isaías 40: 23, 24) Por lo tanto se cuidadoso en tus observaciones de hombres, recuerda hay un Soberano absoluto a Él se le debe toda la gloria y honra.