El anciano de ochenta y tres años se esforzó por levantar la cabeza de la almohada. «¿Ya es día 4?», preguntó. Pero aún eran las once de la noche del día 3 de julio de 1826. Thomas Jefferson, el principal redactor de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, había viajado hasta la ciudad de Washington para participar en la celebración del cincuenta aniversario de aquella gran declaración. Nicholas P Trist, un joven abogado de confianza, conociendo lo importante que era para el anciano Padre Fundador la fecha del 4 de julio, no pudo decirle la verdad, por lo que permaneció en silencio.
Cuando sonaron las campanas de medianoche, Jefferson preguntó una vez más: «¿Ya es día 4?». Esta vez Trist asintió con la cabeza.
«¡Ah!», fue todo lo que dijo el anciano, suspirando con una expresión satisfactoria. Luego cayó en coma. Al día siguiente, el tercer presidente de Estados Unidos murió, un poco después del mediodía.
Ese mismo día, 4 de julio de 1826, John Adams, el segundo presidente de los Estados Unidos, que varios años atrás había colaborado con Jefferson en la Declaración de Independencia, también murió en su casa de Nueva Inglaterra, aunque es obvio que Jefferson nunca lo supo. Aquellos dos hombres amaban tanto la libertad que estuvieron dispuestos a arriesgar sus vidas por causa del naciente país. En caso de que aquellos dos patriotas hubieran sido apresados por los ingleses antes del fin de la revolución, con toda seguridad habrían sido ahorcados. Como resultado de su amor por la libertad, ellos pasaron esa misma llama a los corazones de muchas personas alrededor del mundo.
Jesús, el hijo de Dios, lo arriesgó todo. El arriesgó la eternidad; dio todo lo que tenía para que tú y yo podamos ser libres. ¿Acaso la libertad será algo caro? No, más bien ¡es algo que no tiene precio!