En el momento que escribo este libro está terminando el invierno en el lugar donde vivimos. Durante varios meses todas las plantas y flores han estado secas. El color gris predomina en la naturaleza y solamente es interrumpido por el verdor de los pinos, coníferas y arbustos que mantienen su color durante todo el año. Dentro de pocas semanas llegará la primavera y en nuestro pequeño jardín ya algunas plantas han comenzado a florecer como señal de que los días fríos se están alejando y las temperaturas cálidas están acercándose. Estos cambios de la naturaleza no eran familiares para mí porque nací y viví por muchos años en lugares tropicales donde las estaciones del año no son tan marcadas a no ser por la época de lluvia o sequía. Pero ahora al ver los cambios que ocurren en cada estación he aprendido a disfrutar lo que cada una de ellas nos trae durante todo el año. Eso ha sensibilizado mi vida espiritual de manera que ahora comprendo mejor la grandeza y el poder del Dios Creador a quien adoramos. Es el mismo Dios que llenó el mundo de colores y belleza hace miles de años y que nos sigue enviando mensajes de amor en las flores que brotan, en las aves que vuelan en el firmamento para que recordemos que todo lo que existe Él lo ha creado para nuestra felicidad y disfrute.
Fuimos creadas con un propósito Todo el relato de la creación revela claramente que desde el principio el Dios creador tuvo un plan. Su obra creadora no concluyó con las plantas y los árboles. El sol, la luna y las estrellas fueron ubicados en su lugar y destinados a cumplir su misión de alumbrar para marcar el día y la noche. Esas luminarias fueron creadas para “alabar a Dios” (Job 38:7). Los astros celestes “cuentan la gloria de Dios” y con su presencia denuncian que la obra de sus manos es perfecta (Salmo 19:1-5). De igual forma durante la creación las aguas fueron pobladas con toda clase de animales acuáticos. El firmamento se llenó de hermosas aves que volaban libremente y en la tierra abundaron animales de todo género y especie.
Pero la creación aun no estaba terminada. Faltaba algo superior. Entonces Dios creó al hombre y la mujer como la expresión máxima de su gran obra maestra. Los colocó en el huerto que había creado especialmente para ellos y les aseguró su compañía y cuidados. Me imagino la admiración de Eva al caminar por ese hermoso jardín rodeada de bellas flores, respirando la fragancia no solamente de las flores sino también de las frutas que colgaban de los árboles, y disfrutando del paisaje majestuoso que se presentaba ante su vista. Con toda propiedad podemos decir que la primera pareja tuvo el privilegio de vivir en “un paraíso” que en nada se asemeja a lo que muchas de nosotros conocemos.
El profeta Isaías expresa claramente el propósito que Dios tuvo en mente y por el cual los seres humanos fuimos creados: “A todos los que llevan mi Nombre, para gloria mía los he creado, los formé y los hice” (Is.43:7). Sí, mi querida amiga fuimos creadas para dar gloria a Dios en nuestra vida, con nuestros actos, con nuestras palabras, con nuestros pensamientos, con todo nuestro ser. Vinimos a la existencia porque en la mente creadora de Dios estaba dispuesto que pudiéramos vivir reconociendo lo que el rey David dijo en uno de sus salmos: “Reconoced que el Señor es Dios. Él nos hizo, y somos de él” (Sal.100:3).
Le pertenecemos a Dios y debemos vivir para darle la gloria que se merece y espera de sus criaturas. Para que ese propósito original se pueda cumplir en nuestra vida necesitamos hacer un alto en la carrera loca de la vida para que hagamos una sencilla pero importante reflexión, mirarnos como nos mira Dios. Somos las flores del jardín de Dios traídas a la existencia para que podamos “Esparcir su Fragancia. Ese es el título del libro que acabo de escribir para el Congreso del Ministerio de la Mujer de la Unión Mexicana Central. Es mi deseo que su lectura sea de bendición para todas las damas de manera que se sientan motivadas a florecer para Dios.