Hace algunos años visitaba una casa de reposo donde habitaban personas enfermas; muchas de ellas en estados realmente lamentables de postración y abandono. Eran muchas las personas y muy poco el personal para atenderles, por eso habían solicitado el apoyo de algunos voluntarios para que colaborasen en el aseo de la casa y de sus habitantes. Muy pocos se ofrecieron a ir, sólo unas pocas mujeres y yo, que era el único hombre. Empezamos nuestra labor desde los cuartos delanteros hacia el fondo, todos muy concentrados en nuestro trabajo, tratando de hacer todo bien y lo más rápido posible.
De pronto observé que las señoras se reunían frente a una habitación y no se atrevían a entrar. Me acerqué por curiosidad y me dijeron que dentro había un señor que sufría de una enfermedad altamente contagiosa y además de ello era paralítico, por lo cual hacía sus necesidades postrado en su lecho.
El olor que emanaba de ese cuarto era realmente espantoso, al acercarme al cuarto comprendí porqué las señoras no deseaban entrar: además del peligro de contagio, el hedor era insoportable. Ninguna quería limpiar ese cuarto. Yo me ofrecí, pedí una manguera y una escoba. Le hablé al paciente e inmediatamente me di cuenta que él deseaba ansiosamente que le asearan y le bañaran. Le coloqué el chorro de la manguera y empecé a lavarle su pobre cuarto, que sólo se componía de un raído colchón, una sucia sábana y un desvencijado catre de alambre. Únicamente le cubría su cuerpo lleno de llagas y de inmundicias un pantalón de sudadera que parecía llevaba semanas sin cambiarse.
Como sentía verdadera aversión y temor de acercarme y de tocarle por su olor y el miedo al contagio, con la escoba intentaba despojarle de su sucio y pestilente pantalón. El hombre no podía moverse, pero en su rostro demacrado veía una sonrisa de gratitud, y con voz cansada y suave me dijo: “Gracias señor, es usted un buen samaritano.”
Cuando le oí esas palabras, sentí un dolor súbito y profundo en mi corazón. En realidad, yo no era un buen samaritano, porque mi labor la hacía con asco y repulsión. Me sentí cobarde, inhumano e indigno de la gratitud de ese corazón sufrido. Sin decir palabra me acerque a él, le toqué, le desvestí y le bañé sintiendo mi corazón rebosante de fe y de esa paz que sólo sentimos cuando somos capaces de convertir un acto repulsivo en algo bueno. Aquel hombre no lo vio, pero dos lágrimas rodaron por mi rostro movidas por el arrepentimiento y el perdón que me permitía hacer de esa labor, un verdadero acto de amor.
Quizás te hayas sentido conmovido al leer ésta historia, pero ¿cuántas veces actuamos así? Un acto bueno no lo es por el hecho de hacerlo, sino por la forma como lo hacemos. Cuando algo se hace con amor, ese amor nos hace sentir alegría y paz, reconciliados con nosotros mismos, con Dios y con la humanidad entera. Esa paz y serenidad la vivimos cuando somos capaces de ver en el otro, el rostro de Jesús y le tratamos como si de nosotros mismos se tratase.