Mi carácter impulsivo, cuando era niño, me hacía reventar en cólera a la menor provocación. La mayor parte de las veces, después de uno de estos incidentes me sentaba avergonzado y me esforzaba por consolar a quien había dañado.
Un día mi maestro, que me vio dando excusas después de una explosión de ira, me llevó al salón y me entregó una hoja de papel lisa y me dijo: ¡Estrújalo!..
Asombrado, obedecí e hice con él una bolita.
Ahora- volvió a decirme- déjalo como estaba antes. Por supuesto que no pude dejarlo como estaba, por más que trate, el papel quedó lleno de pliegues y arrugas.
El corazón de las personas- me dijo el maestro- es como ese papel. La impresión que en ellos dejas, es tan difícil de borrar como esas arrugas y esos pliegues.
Así aprendí a ser más compresivo y más paciente, cuando siento ganas de estallar, recuerdo ese papel arrugado. La impresión que dejamos en los demás es imposible de borrar. Más cuando lastimamos con nuestras reacciones o con nuestras palabras luego queremos enmendar el error, pero ya es tarde.
Alguien me dijo una vez: “Habla cuando tus palabras sean tan suaves como el silencio.” Por impulso no nos controlamos y sin pensar arrojamos en la cara de otros palabras llenas de odio y rencor, y luego, cuando pensamos en ello, nos arrepentimos. Pero no podemos dar marcha atrás, no podemos borrar lo que quedó grabado.
Muchas personas dicen: “Aunque le duela se lo voy a decir”…, “la verdad siempre duele”…, no le gustó porque le dije la verdad”…. etc. Si sabemos que algo va a doler, a lastimar, si por un instante imagináramos como podríamos sentirnos nosotros si alguien nos hablara o actuara así… ¿lo haríamos?
Qué distinto sería todo si pensáramos antes de actuar, si frente a nosotros estuviéramos sólo nosotros y todo lo que sale de nosotros lo recibiéramos nosotros mismos ¿no? Entonces sí que nos esforzaríamos por dar lo mejor y por analizar la calidad de lo que vamos a entregar.
Que Dios nos ayude a todos a pensar las cosas antes de hacerlas.