El único sobreviviente de un naufragio logró alcanzar la playa de una isla deshabitada. Apenas se repuso, comenzó a orar fervientemente para que Dios lo rescatara. Cada día observaba cuidadosamente el horizonte, pero la ayuda no llegaba.

Finalmente decidió construir una choza para protegerse de las inclemencias del tiempo y preservar sus pocas pertenencias. Entonces ocurrió lo inesperado. Cuando regresaba de su excursión diaria para buscar alimentos, divisó una larga columna de humo. ¡Su choza se encontraba en llamas! Lo poco que le quedaba se había perdido.

Enojado y confundido se preguntó cómo era posible que Dios lo hubiera permitido. De inmediato se internó en la isla, en busca de un nuevo refugio. Temprano en la mañana se despertó con la bocina de un barco. ¿Vendrían a rescatarlo? ¿Cómo sabían que se encontraba en esa isla? Rápidamente comenzó el camino de regreso. Los socorristas lo buscaron por todos lados y, cuando se cansaron de esperar, regresaron al barco. Dios había generado el incendio para alertar a rescatistas con la columna de humo.

Cuando el náufrago llegó a la playa, solo encontró las huellas de los visitantes. Decepcionado se acurrucó y se durmió llorando. Había perdido la oportunidad de volver a la civilización.

A veces nos encontramos agobiados y pedimos ayuda, pero la angustia es tan grande que nuestros ojos no alcanzan a ver lo que Dios y aquellos que nos aman intentan hacer por nosotros.