Había una vez un joven que tenía junto a su padre una pequeña finca. Varias veces al año cargaban con vegetales la vieja carreta tirada por un buey y se dirigían a la ciudad más cercana para vender sus productos. Excepto por el apellido, padre e hijo tenían muy poco en común. El anciano pensaba que la vida hay que llevarla despacio, mientras que su muchacho siempre estaba apresurado para todo.
Una mañana brillante, muy temprano, ataron el buey a la carreta cargada y comenzaron el viaje rumbo a la ciudad. El joven pensaba que si corrían más rápido, sin detenerse ni de día ni de noche, podrían llegar más cerca de la ciudad temprano en la mañana siguiente. De manera que golpeaba el buey con un látigo, urgiendo a la bestia para que se moviera con rapidez.
– Tómalo con calma, hijo – le decía el anciano, así vas a durar mucho más.
No había respuesta por parte del hijo. El padre simplemente se cubrió los ojos con el sombrero y se recostó para dormir en su asiento. Incómodo e irritado, el joven continuaba latigando al buey para que fuera más rápido pero éste se negaba a cambiar su obstinado ritmo.
Cuatro horas y cuatro millas más tarde en la carretera, llegaron a una pequeña casa. El padre se despertó, sonrió y dijo: “Esta es la casa de tu tío”- vamos a bajarnos para saludarlo.
– Pero ya hemos perdido una hora de viaje – argumentó el joven.
– Entonces unos minutos más no importan – mi hermano y yo aunque vivimos relativamente cerca, no nos vemos con regularidad – respondió el padre lentamente.
El muchacho enfurecido renegaba mientras los dos hombres se reían y conversaban por casi una hora. Al proseguir el viaje, el anciano tomó el turno para conducir la carreta. Mientras se aproximaban a una encrucijada del camino, el padre condujo el buey hacia el lado derecho.
– El lado izquierdo conduce al camino más corto – dijo el muchacho.
– Yo lo sé – respondió el padre – pero este camino es más hermoso.
– ¿No tienes respeto por el tiempo? – dijo impaciente el joven.
– ¡Oh, lo respeto y mucho! – por eso me gusta tomar tiempo para admirar la belleza y disfrutar cada minuto a la saciedad.
El camino conducía a través de colinas hermosas, llenas de flores silvestres que dejaban ver un arroyito que corría suavemente – todo lo cual el joven no disfrutó porque estaba muy preocupado hirviendo de rabia y ansiedad. Ni siquiera se percató de la bella caída del sol aquel día.
La noche los encontró en un lugar que parecía ser un hermoso jardín de colores. El anciano respiró el aroma, escuchó el sonido del agua que corría por el arroyo y desatando el buey le dijo al hijo – “Vamos a dormir aquí” – dejando escapar un suspiro.
– ¡Este va a ser el último viaje que haga contigo! – rezongó el hijo. ¡Tú estás más interesado en mirar la puesta de sol, en oler las flores, que en hacer dinero!
– ¿Es eso lo más agradable que puedes decir en todo este tiempo? – dijo el padre. Minutos más tarde ya el anciano estaba roncando – mientras el muchacho miraba impaciente las estrellas. La noche pasó lentamente y el hijo no había podido descansar.
Antes del amanecer el joven despertó el padre sacudiéndolo fuertemente. Se alistaron e iniciaron el viaje nuevamente. Después de recorrer una milla en la carretera se encontraron con otro agricultor – un extraño para ellos, que trataba de sacar su carruaje de una zanja donde había caído.
– Vamos a ayudarlo – susurró el anciano.
– ¿Y perder más tiempo? – dijo el hijo explosivamente
– Relájate hijo. Un día tal vez el que esté en la zanja seas tú. Debemos ayudar a otros que nos necesitan – nunca lo olvides. El muchacho le respondió con una mirada de enojo.
Ya eran aproximadamente las ocho de la mañana cuando terminaron de sacar el carruaje de la zanja y lo colocaron sobre el camino. Allá sobre las colinas, se veía que el cielo comenzaba a oscurecerse.
– Parece que hay una lluvia muy fuerte en la ciudad – dijo el anciano.
– Si nos hubiéramos apresurado ya habríamos vendido todo y estaríamos de regreso – dijo el hijo en tono de queja.
– Tómalo con calma, así vivirás mucho, aprende a disfrutar la vida – dijo cortésmente el anciano.
Era ya entrada la tarde cuando llegaron a una colina desde donde se divisaba la ciudad. Se detuvieron y por largo rato miraron lo que se veía desde allí. Ninguno de los dos pronunciaba una palabra. Finalmente, el hijo puso su mano sobre el hombro de su padre y le dijo: “Ahora velo lo que tratabas de decir, papá”.
Se dieron vuelta en su carruaje y comenzaron el regreso lentamente desde lo que una vez fuera la ciudad de Hiroshima.