Un hombre se fue un día a caminar por una montaña. De repente vio que en el lugar donde posaban sus plantas había algo como un polvillo brilloso. Se inclinó, tomó un poco entre sus manos, lo levantó a la luz del sol, lanzó un grito de alegría y exclamó: ¡Oro, oro!
Creía que había descubierto un yacimiento del precioso metal. Desde ese momento ya no tuvo reposo. Todo su empeño era almacenar oro. Llenaba cántaros vasijas y cuantos recipientes había en su casa. De noche se desvelaba haciendo planes y concibiendo proyectos de todas aquellas cosas que iba a realizar con su riqueza.
Un día se fue al mercado de metales preciosos a vender su oro. Observó que todos a los que le proponía venderle su oro, se reían y le daban las espaldas. Intrigado por esto y sospechoso de que algo inusitado ocurriese le preguntó a uno de los mercaderes.
-¿Qué sucede con mi oro? ¿Es que no tiene ningún valor?
-Lo que usted posee nosotros lo llamamos “el oro de los tontos”. Es un polvo común que brilla como el oro pero sólo los tontos se engañan con él – le respondió el mercader.