Me arrodillé a orar pero fue de prisa, ya que como siempre se me pegó la frisa. Mi deber cristiano quedaba hecho y sentí un alivio dentro de mi pecho.
Tenía que irme a trabajar porque mi mente se ocupaba en las cuentas que tenía que pagar, y no me dio tiempo para sentarme a estudiar.
Durante todo el día no tuve tiempo de expresar una palabra de bondad ni de hablar de Jesucristo y lo que hizo por la humanidad. Se reirían de mí si lo intentara, pues de él se burlaron la mayoría.
No me dio tiempo de orar por mi hermano que estaba en dolor ni tampoco me dio tiempo de hacerle a alguien aunque fuera un pequeño favor.
NO TENGO TIEMPO era mi constante clamor. Llegó el tiempo de morir, muy poco hice, y muy poco recibí. Y cuando en la presencia del Señor estaba no pude contemplarlo, ni abrir mis brazos para abrazarlo.
Noté que en sus manos un libro tenía, y los nombre de los redimidos él leía. Me miró y me dijo: “Tu nombre aquí no lo encuentro; yo lo pensaba escribir, pero nunca tuve tiempo”.